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¿Un mundo urbanizado sin ciudades ni ciudadanos?

por MANUEL CASTELLS*
UNA ESTIMACIÓN moderada sostiene que en el 2050 más de dos tercios de la
población mundial será urbana
Hace tiempo que los futurólogos pronostican el fin de la concentración urbana como consecuencia de la
comunicación electrónica. Sin embargo asistimos al fenómeno contrario, o sea a la mayor ola de
urbanización de la historia. El año que viene la población urbana del mundo representará más de la mitad
de la población total. Actualmente la tasa de urbanización es del 78 por ciento en Europa, del 77 por
ciento en Estados Unidos y del 80 por ciento en Sudamérica
. El ritmo de urbanización más alto es el de
África, en donde en el año 2025 más de dos tercios de la gente vivirá en áreas urbanas. India y China aún
son mayoritariamente rurales, pero doblarán la población urbana en los 20 próximos años añadiendo
entre las dos más de 600 millones de personas al hábitat urbanizado. En su conjunto, una estimación
moderada sitúa la proporción de población urbanizada en el mundo en el año 2050 en más de dos tercios.
A partir de ahí, por simple proyección demográfica, se tiende a la urbanización casi total de la población
del planeta.
Las razones de esta urbanización acelerada son conocidas. Las áreas urbanas concentran el poder, la
riqueza, la comunicación, la ciencia, la tecnología y la cultura en todas las sociedades. Y lo hacen porque
la proximidad territorial permite economías de escala y economías de sinergia. Por consiguiente se
concentran en esas áreas urbanas los puestos de trabajo, los mejores servicios educativos y sanitarios,
las oportunidades para cada persona y para sus h
ijos. Y las nuevas tecnologías de comunicación y de
transporte permiten concentrar la decisión y descentralizar el control y la aplicación de esas decisiones en
el país y en el mundo.
La urbanización se generaliza, pero con formas nuevas. Los transportes rápidos y las telecomunicaciones
acercan lugares dispersos en el espacio, integrando funcionalmente grandes extensiones territoriales. La
ciudad no puede entenderse sin su área metropolitana: ¿dónde empieza Barcelona y acaba l’Hospitalet?
Pero la unidad espacial real va más allá de las áreas metropolitanas para abarcar lo que los expertos
llaman regiones metropolitanas. Son unidades territoriales relacionadas por sistemas de comunicación y
transporte que funcionan como el espacio cotidiano para millones de personas, como es el caso de las
metrópolis de Londres, de París, de Nueva York-Nueva Jersey, del gran Los Ángeles, de Ciudad de México,
de Sao Paulo, de Buenos Aires, de Hong Kong-Canton, de Tokio-Yokohama.
En Europa, regiones como el Randstaad holandés o las conurbaciones del suroeste o norte de
Alemania, incluyen múltiples núcleos urbanos en una red de intercambios cotidianos que hace
de esa realidad metropolitana el hábitat típico de nuestra civilización.
Se habla de Catalunya como «ciudad de ciudades». No es que toda Catalunya esté urbanizada, ni siquiera
suficientemente conectada. Pero casi la totalidad del territorio catalán, incluyendo la Catalunya Nord,
puede funcionar como espacio/tiempo de intercambio casi cotidiano, aunque la capacidad de utilizar el
conjunto de ese espacio está desigualmente distribuida entre los ciudadanos. Estas formas espaciales
(que Joel Garreau caracterizó como «ciudad en el borde») son muy distintas de las de la era industrial.
Incluyen campo en la ciudad, espacios naturales, agricultura e industria mezcladas, servicios direccionales
y servicios a la población, núcleos históricos y periferias residenciales que se hacen centrales con el
tiempo con respecto a nuevos desarrollos. Y son estructuras plurinucleares, es decir, que la oposición
entre la ciudad central y sus periferias es sustituida por la aparición de distintos núcleos densos, antiguos
o nuevos, que articulan de forma descentralizada el área metropolitana. En esa estructura las personas
circulan con movilidad creciente.
Como Mitchell señala en su libro, «Me++», muchos trabajamos desde todos sitios: en la oficina, en casa,
en el tren, en los aviones, en los cafés, en las salas de espera o por teléfono móvil mientras conducimos o
andamos. Los espacios/tiempo de trabajo han invadido los demás espacios de vida. Así pues, la
organización espacial de la era de la información está formada por regiones metropolitanas, internamente
descentralizadas y globalmente conectadas mediante una red de comunicaciones, sistemas de información
e infraestructuras de transporte que articulan selectivamente lo local y lo global. Michael Dear ha
documentado la transición del modelo industrial de Chicago al modelo postindustrial de Los Ángeles como
forma dominante de los asentamientos humanos en nuestro tiempo, por encima de las características
históricas de cada contexto urbano.
La cuestión que se plantea en este contexto es la desaparición de la ciudad como forma cultural y política
específica. Esas inmensas regiones metropolitanas no tienen gobiernos propios, puesto que las
responsabilidades están compartidas en un sistema institucional que no se corresponde a su escala o a su
dinámica espacial. Y dejan de ser culturas basadas en la experiencia y en la historia, ya que su
multiculturalidad interna y su fragmentación social hacen difícil el establecimiento de valores comunes y
de pautas de comportamiento compartidas. La gran paradoja de nuestro tiempo es la crisis de la cultura
de la ciudad en un mundo urbanizado.
La crisis se acentúa por la presión del mercado y la inhibición del
Gobierno. Como la fuente de riqueza y poder de la ciudad depende de su conexión a redes globales y de
su competitividad en dichas redes, el mercado tiende a privilegiar aquellas localizaciones que maximizan
las ventajas para los flujos globales. Y los gobiernos tienden a favorecer las condiciones de competitividad
de sus territorios. Producir primero para redistribuir después. Frecuentemente en ese proceso los
gobiernos se separan de sus representados porque la priorización de la estrategia de crecimiento global
sobre los deseos y valores de la ciudadanía local es una espiral sin fin.
Sin embargo, no hay un modelo único de ciudad. Las sociedades locales construyen sus propios
proyectos.
Barcelona desarrolló en las últimas dos décadas un modelo alternativo, en el que la
calidad de vida, la identidad como cultura urbana y el respeto a lo local se convirtieron en
factores de competitividad global.
El excelente y reciente libro de Jordi Borja «La ciudad conquistada» se inspira de ese modelo, del que fue
uno de sus actores, pero también de muchas otras experiencias urbanas en el mundo que muestran cómo
el control ciudadano sobre las condiciones de desarrollo de la ciudad pueden estructurar un espacio
diferente. Un espacio igualmente organizado en torno a la dinámica de la gran región metropolitana
conectada en redes mundiales. Pero en donde se privilegia el espacio público como espacio de convivencia
social y comunicación. Una ciudad donde la sociedad civil define las condiciones de su propia articulación a
las redes globales. Y un urbanismo en el que los equipamientos colectivos y el acceso igualitario a
vivienda y servicios son la prioridad no negociable. Sin embargo, Borja, con otros expertos como Stephen
Graham, Oriol Bohigas o Mauricio Marcelloni, también muestra los límites de una gestión confrontada a las
presiones comerciales de la globalización.
La ciudad abierta al turismo puede convertir en parques temáticos para visitantes áreas enteras de la
ciudad (como podría ser el caso de la Rambla en Barcelona). Los conectores de comunicación (como
aeropuertos, estaciones, sistemas de autopistas) pasan a ser los centros de actividad social privilegiada.
La monumentalidad urbana se expresa preferentemente en una arquitectura corporativa. Y los
menguantes presupuestos públicos no permiten mantener en la ciudad a una parte de su población,
empezando por los jóvenes. Así, lo que queda de cultura de la ciudad se transforma en objeto de
consumo para los cosmopolitas de las redes globales.
La contradicción entre ciudad global, dependiente de las redes transterritoriales de poder y riqueza, y la
ciudadanía local, que construye su cotidianidad a partir de los lugares en que vive, se plantea en todos los
modelos de urbanización, sean Los Ángeles o Barcelona. La cultura de la ciudad, como fuente
autónoma de sentido construido a partir de la historia, la geografía y la política, puede
difuminarse en el anonimato de la región metropolitana o transformarse en icono cultural para
su consumo por elites privilegiadas que embalsaman en su imaginario el derecho a la ciudad.
*MANUEL CASTELLS, catedrático emérito de Planificación Urbana y Regional de la Universidad
de California-Berkeley
NR: artículo originalmente publicado en LA VANGUARDIA, Barcelona, el 9.5.04 y divulgado por
el Foro Territori es.groups.yahoo.com/group/territori

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