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Temas relevantes de gestión urbana

 http://habitat.aq.upm.es/iah/cepal/a005.html

Los años ochenta constituyen un período de transición en el estilo de manejo de la ciudad. Al constatarse que la planificación física en sí misma tiene escasos efectos prácticos si no se acompaña con una adecuada gestión urbana, el énfasis, hasta ahí en la planificación y construcción de sus componentes físicos, se traslada a la gerencia, que incorpora cada vez más elementos económicos, sociales e institucionales. Pasan a ser prioritarios nuevos asuntos que inciden especialmente en el desarrollo de las ciudades latinoamericanas, por ejemplo, la constitución y el fortalecimiento de gobiernos locales capaces de acoger los consensos políticos y sociales en torno a la orientación de las políticas de asentamientos humanos. El empleo cuidadoso del suelo urbano, para asegurar un crecimiento equilibrado de las ciudades, será otra preocupación importante en las decisiones que se adoptarán al respecto en los próximos años. Por último, la gestión de los asentamientos deberá lograr que las ciudades cuenten con una dotación de infraestructura de apoyo al progreso social y la competitividad, tanto en el área del transporte como en la de los servicios urbanos y productivos.

Gobernabilidad de las ciudades y descentralización

A pesar de las predicciones de los años setenta de que las ciudades se harían incontrolables, la convicción actual es que son gobernables, y la pregunta es más bien cómo hacer un buen gobierno.
Es indudable que los problemas de las ciudades latinoamericanas y del Caribe no derivan exclusivamente del tamaño de su población o el ritmo de su crecimiento. La gestión urbana cubre hoy dos aspectos básicos. Por una parte, están las condiciones en que la institucionalidad vigente puede procesar las demandas de la población. En este sentido cabe considerar las atribuciones de los gobiernos regionales y locales. Por otra parte, cabe señalar el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos, que impone restricciones al gasto público en materias urbanas. En este contexto hay que tener presentes las iniciativas de privatización de los servicios urbanos.

En las últimas décadas se ha producido un clima favorable a la descentralización, especialmente en lo que se refiere a la autonomía de los niveles locales para la organización y gestión de los servicios [ Peñalva y Grossi , 1989] [ Boisier , 1995] [ de Mattos , 1995] [ Aghón , 1995]. Los países latinoamericanos muestran una tendencia a transferir competencias, recursos y personal en una perspectiva de desconcentración territorial. Bolivia, Chile, Colombia y Perú llevaron a cabo reformas descentralizadoras en la década de 1980; Brasil, que ya estaba descentralizado, fortaleció los gobiernos locales [ Nunes , 1994] [ Aghón , 1995].

Se ha recalcado que en la mayoría de los países no existe una clara definición de la naturaleza y las funciones de los gobiernos urbanos más allá de los planteamientos formales expresados en las leyes. Los procesos de descentralización son aún incipientes y el gobierno local está lejos de constituir un actor relevante en la gestión del desarrollo urbano. Los municipios siguen ligados a las tareas tradicionales de administración y fiscalización territorial y prestación de algunos servicios locales [ Trivelli , 1995].
Con frecuencia el nivel municipal de operación y administración no coincide con las unidades territoriales que efectivamente componen las ciudades. Ciertas grandes ciudades están fragmentadas en muchas administraciones, concebidas cuando aún se trataba de poblados dispersos, lo que produce ineficiencia, duplicación de funciones o descoordinación entre autoridades cuyas jurisdicciones se traslapan. En otros casos, los municipios se ven sobrepasados por el crecimiento de nuevos centros urbanos en su territorio, a distancias de la cabecera comunal que hacen difícil un gobierno local eficiente. La articulación de los territorios comunales y la coordinación operativa son fundamentales para evitar ineficiencias que emanan de la superposición de funciones y competencias entre las autoridades locales, regionales y nacionales [ Peñalva y Grossi , 1989].
El centralismo mantiene una gran fuerza en países federales como Argentina, Brasil, México o Venezuela, y también en otros unitarios como Chile, Colombia, Ecuador o Perú. La fuerza del centralismo se debe a la condensación de diversas tendencias en lo político, económico e institucional que explican que, a pesar del clima favorable a la descentralización, poco se haya avanzado en términos reales [ de Mattos , 1989].
Si bien la mayoría de los países reconocen las bondades de la descentralización _de hecho el principio está consagrado en varias constituciones_, opera una centralización de facto, que dificulta la aplicación práctica de estos principios. Un punto crucial en tal fenómeno es la fragilidad de los recursos municipales y su dependencia de recursos fiscales transferidos desde otros niveles de gobierno. En esas condiciones de precariedad financiera, sólo los municipios con más recursos pueden hacer viables sus competencias, lo cual tiende a agravar las distancias entre municipios ricos y pobres. Si la distribución del ingreso recaudado es muy despareja, el proceso descentralizador acentuará las desigualdades, especialmente si no va acompañado de mecanismos efectivos de compensación fiscal entre los municipios.
La capacidad de gasto eficiente tiene cada vez más importancia en la gestión urbana. Los gobiernos locales revelan limitaciones en el manejo eficiente de los recursos públicos en comparación con las agencias centralizadas o la empresa privada [ Aghón , 1995]. De tal manera, las políticas encaminadas a fortalecer los organismos de gobierno urbano son decisivas para mejorar su capacidad de gestión tecnificada.
Para financiar los programas urbanos se recurre a diversas fuentes: el sector público, los agentes privados y la propia comunidad. La creación de condiciones favorables para esta operación puede facilitar la movilización y combinación de amplios volúmenes de recursos: aportes comunitarios (tiempo, voluntad, capacidad de trabajo, compromiso y organización), apoyo financiero del sector privado y aportes públicos en recursos presupuestarios, modalidades de regulación y gestión de programas de desarrollo local.
El papel del sector privado en la gestión urbana debe considerarse cuidadosamente. La «privatización» de los servicios urbanos se ha convertido en un mecanismo recomendado con frecuencia para financiar su dotación y operación. Resulta destacable el interés del sector privado en participar en la solución de los problemas de infraestructura y servicios de las ciudades. La experiencia de algunas privatizaciones, sin embargo, muestra que la capacidad del Estado para regular la operación de los mercados es aún insuficiente, lo que afecta a la calidad y el costo del servicio prestado. Los municipios no siempre han logrado desarrollar mecanismos de control y regulación adecuados a la operación de las empresas privadas que gestionan los servicios en su territorio.
La creación de mercados donde previamente no existían, como en el caso de los servicios urbanos, es un tema de relevancia en el futuro regional. A este respecto, las instituciones encargadas del gobierno urbano deben estudiar medidas adecuadas de transición, ya que no basta la voluntad para que aparezcan los mercados. Gran parte del costo social de las políticas de reestructuración económica obedece a que no se ha previsto la transición de un esquema de fuerte intervención del sector público a una asignación de recursos a cargo del mercado.
Ya se trate de áreas urbanas consolidadas o de ciudades intermedias en expansión, la gestión de los servicios urbanos exige una alta capacidad operativa de los agentes respectivos. Aun en los casos en que los servicios urbanos estén a cargo de empresas privadas, ello no libera a dichos agentes de la responsabilidad en cuanto a la entrega y calidad del servicio. En este contexto, la capacidad operativa del gobierno local ya no se refiere tanto a la implementación del servicio como a la consideración de los elementos técnicos y empresariales que inciden en su prestación, a fin de establecer bases adecuadas para el traspaso de funciones al sector privado y seleccionar las mejores opciones de privatización. Resulta necesario además promover desde el gobierno local la innovación tecnológica y operativa en el campo de los servicios urbanos, para lograr una mayor calidad, disminuir los costos y mejorar las condiciones ambientales de la ciudad.

Suelo y densidad urbana

Las recomendaciones de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Asentamientos Humanos, celebrada en Vancouver, de facilitar el acceso a la tierra a las familias sin hogar, instrumentar un control público para su utilización y canalizar hacia el mejoramiento de los asentamientos precariamente instalados los incrementos del valor de la tierra provenientes de las acciones e inversiones de los gobiernos, difícilmente pudieron implementarse en la región en las décadas pasadas. Pese a que en Latinoamérica el mercado del suelo ha gravitado decisivamente en la forma en que se desarrollaron el crecimiento urbano y la vivienda, las intervenciones públicas en este mercado en la práctica han sido mínimas [ Geisse , 1981].

La pobreza urbana amplía la diferencia entre los costos del suelo urbano y las necesidades de localización de viviendas para familias de menores recursos. El acceso al suelo mediante la ocupación masiva o gradual de terrenos al margen de la legalidad o con modalidades no convencionales de fraccionamiento se dificulta por la mayor formalización de la tenencia y la valoración acumulativa y especulativa de los terrenos aledaños a las ciudades.
Las familias que se asientan en las ciudades buscan conseguir, por una parte, una adecuada accesibilidad a sus servicios y empleos y, por otra, una permanencia segura por períodos razonables. Las políticas habitacionales han tratado de responder a las necesidades de estas familias con programas de regularización del dominio del terreno a través de la radicación o erradicación. Con frecuencia, la radicación de los asentamientos precarios ha ido acompañada de programas de saneamiento que han permitido el progreso gradual de sus habitantes. En cambio, los resultados de los procesos de erradicación de asentamientos irregulares no han sido siempre satisfactorios para las familias y la ciudad. Dada la alta prioridad que las familias asignan a la accesibilidad urbana, a menudo prefieren permanecer en zonas de riesgo natural, por ejemplo laderas o lechos de río, o de riesgo ambiental, como basurales e inmediaciones de vías, en lugar de trasladarse a poblaciones, que pueden ser más seguras pero dificultan o encarecen su acceso a los servicios y empleos.
La experiencia de los países indica que el mercado del suelo ha limitado el alcance de las políticas habitacionales. Los programas que persiguen una cobertura adecuada deben inclinarse necesariamente por los suelos de menor precio, situados lejos de los centros urbanos, de mala calidad o con carencias de servicios. En esta forma se favorece la expansión urbana y la segregación, y las familias deben incurrir en costos altos para acceder a los servicios urbanos o el empleo.
Aun cuando ya estaría completándose el proceso de urbanización en la región, perdura una fuerte demanda de suelos, porque subsisten fenómenos migratorios de las ciudades menores a las intermedias y metropolitanas, sumados a los desplazamientos de la población que obedecen a los nuevos escenarios de globalización de la economía. Las ciudades latinoamericanas, por su parte, ya tienen una masa poblacional que por el solo efecto de su propia dinámica demográfica interna demanda anualmente grandes extensiones de suelo (véase la tabla 5 del Anexo). Si no se toman precauciones para aumentar las densidades relativamente bajas que caracterizan el crecimiento de los asentamientos latinoamericanos, será preciso incorporar unas 800 000 hectáreas adicionales a las ciudades existentes, con el fin de albergar a los 40 millones de nuevos habitantes urbanos que tendrá la región en los próximos cinco años. Si se opta por densidades cercanas a los 200 habitantes por hectárea, los requerimientos se reducirán a 200 000 hectáreas en ese lapso, lo cual de todos modos significa construir anualmente el equivalente a la superficie de ciudades como Santiago de Chile o Santafé de Bogotá en el conjunto de asentamientos de la región. La adopción decidida de patrones de ocupación del suelo más compactos parece inevitable a la luz de estas cifras.
Los requerimientos de suelo se distribuyen en cada país según su forma de asentamiento territorial. Las demandas más importantes parecen darse en las ciudades de tamaño intermedio, donde el mercado de la tierra con frecuencia es aún más rígido que en las grandes ciudades [1]. De este modo, la densificación no es una tarea reservada a las grandes ciudades, sino que debe emprenderse también en aquellos centros más pequeños.
La escasa disponibilidad de suelos que permitan la expansión de las ciudades es un factor crítico para el desarrollo de los asentamientos humanos en muchos países insulares de la subregión del Caribe. Gran parte de estas islas son de origen volcánico y topografía abrupta, por lo que sólo algunas partes de las franjas costeras resultan adecuadas para el asentamiento de población o el desarrollo económico. Así, las políticas urbanas y de vivienda se ven limitadas por el alto costo de la tierra, atribuible a su escasez y a las presiones por dedicarla a usos alternativos más rentables, como el turismo. En estos países, donde no siempre se puede establecer una clara distinción entre áreas urbanas y rurales, la gestión urbana supone prestar especial atención a que los escasos suelos disponibles se utilicen en forma económica, social y ambientalmente eficiente.

El problema de la congestión y el transporte

El problema mayor en el área del transporte que enfrentan hoy las grandes ciudades de América Latina, es la congestión de tránsito causada por el uso excesivo de los automóviles particulares. Sus consecuencias adversas afectan a todos los ciudadanos, incluidos los usuarios del transporte colectivo, en su mayor parte provenientes de estratos modestos, que deben encarar tarifas superiores y mayores tiempos de viaje.

Los habitantes de las ciudades latinoamericanas usan buena parte de sus ingresos para adquirir automóviles, lo cual produce demandas viales que resultan inmanejables. En los principales centros urbanos del continente hay una marcada preferencia por el uso del automóvil en vez del transporte público, lo que causa congestión y otras formas de contaminación ambiental. En los últimos 10 o 15 años los automóviles han mejorado y abaratado su precio, al tiempo que han subido los ingresos. En el Perú, por ejemplo, la adopción de una política macroeconómica neoliberal fue acompañada de un alza de las importaciones de autos de 12 millones de dólares en 1990 a 171 millones al año siguiente [2].

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Tabla 1
Costos de los diferentes medios de transporte público urbano,
por pasajero-kilómetro 
 Costos por pasajero-kilómetro
(en dólares de 1994)  
Medio de transporte  Operación más gastos financieros  Operación más depreciación  Costo total 
Autobús (tránsito mixto)  0,03-0,07   
Autobús en pistas exclusivas  0,03-0,07   
Autobús en vías segregadas  0,07-0,11   
Ferrocarril subterráneo   0,13-0,27  0,27-0,34 
Ferrocarril suburbano   0,07-0,13  0,11-0,27 

FUENTE: Costos actualizados de Alan Armstrong-Wright, «Urban transit systems: Guidelines for examing options», World Bank Technical Paper, N. 52, Washington, D.C., Banco Mundial, 1986. 

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Tabla 2
Ferrocarriles subterráneos o transporte de superficies

Los metros y sistemas de trenes suburbanos han resultado caros de construir y operar. En el mejor de los casos, los ingresos comerciales cubren los costos operacionales, tal como en el Metro de Santiago, pero en Brasil, por ejemplo, los subsidios operacionales para los trenes suburbanos han ascendido a más de diez veces el valor recaudado por concepto de venta de boletos de pasajeros. En muchos casos no hace falta el ferrocarril subterráneo, ya que los sistemas de autobuses pueden ser mucho más baratos y mejores, porque ofrecen servicios más convenientes para los usuarios.

Brasil es uno de los países más progresistas en el área de la operación de los buses en pistas o vías segregadas, que pueden acomodar hasta a 20.000 personas por hora, pista y sentido, a una velocidad de unos 20 km/h, incluidas las paradas (en Porto Alegre). El caso más conocido es el de Curitiba, donde se implantó un sistema de buses biarticulados, con una capacidad máxima de unas 300 personas cada uno, que circulan sobre una red de vías exclusivas mundialmente famosas. Algunas de las líneas del Metro de México, el pre-metro de Buenos Aires, el tren eléctrico de Lima, la línea 2 del metro de Santiago o el pre-metro de Rio de Janeiro quizás no se habrían construido si se hubiesen comparado con las alternativas que ofrecen los buses.
El modelo de Curitiba tiene otras características muy interesantes, tales como la integración entre el uso del suelo y la red de transportes y entre las distintas líneas de buses y el sistema tarifario y de financiamiento de las empresas. Sin embargo, para adaptarlo a otras ciudades, habría que introducirle modificaciones importantes. Los principios adoptados en Curitiba representan una de las opciones disponibles para producir resultados mejores; otra opción, posiblemente preferible, es mejorar el funcionamiento del mercado.
FUENTE: Banco Mundial, Staff Appraisal Report: Sáo Paulo Metropolitan Transport Decentralization Project, Informe 10012-BR, Washington, D.C., marzo de 1992.

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El número cada vez mayor de automóviles y buses que circulan por las vías públicas de las ciudades latinoamericanas crea presiones para que el Estado proporcione más infraestructura para acomodarlos. En varias ciudades, tales como Rio de Janeiro, Quito, La Paz y Santiago de Chile, se siguen construyendo obras viales importantes en las zonas ya desarrolladas y se busca interesar al sector privado en su financiación y administración.

Las demandas de movilización pueden obligar a construir ferrocarriles subterráneos. En ciudades como Brasilia, Caracas, Lima, México, Santiago y São Paulo se realizan fuertes inversiones en este rubro. Con las tecnologías aplicadas hasta ahora, este medio de transporte resulta de alto costo directo, como se señala en la tabla 1. En el futuro, la opción entre diversas alternativas de transporte público dependerá de los avances tecnológicos logrados y de los costos ambientales correspondientes en cada caso.
La tarificación vial parece concitar acuerdo en cuanto a que es la manera más eficiente de controlar la congestión. De probada eficacia en Singapur, es una opción que debería ser evaluada por los gobiernos latinoamericanos.
Existen diversas otras medidas más o menos eficaces para aliviar la congestión. En los controles sobre los estacionamientos, por ejemplo, no se distingue entre los vehículos que llegan por rutas congestionadas y los que utilizan otras vías; ni tampoco entre los que viajan en horas más o menos congestionadas. Otras opciones son:
el escalonamiento de los horarios de las actividades económicas;
la prohibición rotativa de circulación determinada por el último dígito de la placa de patente;
alzas del precio de los combustibles en ciudades congestionadas.
Cada una de estas opciones tiene desventajas que restringen su eficiencia. Aun menos eficientes son las medidas dirigidas a la propiedad de los automóviles, porque no es la propiedad misma la causante de la congestión.

Si bien estas medidas mejoran también la circulación de los vehículos de la locomoción colectiva, podría convenir, en algunas circunstancias, implantar sistemas destinados a privilegiar la circulación de buses, mediante la designación de pistas exclusivas, la construcción de vías segregadas, la preferencia a los buses en las fases de los semáforos, entre otras medidas.

Infraestructura


Las deficiencias en la provisión de infraestructura provocan costos económicos y ambientales crecientes debido a la congestión vehicular; la contaminación de los cursos de agua limita sus usos potenciales, y la contaminación atmosférica genera enfermedades respiratorias. El impacto ambiental de la provisión de infraestructura debe considerarse con cuidado al momento del diseño, ya que una solución barata puede conllevar enormes costos ambientales. Por ejemplo, la pavimentación de nuevas áreas impermeabiliza el suelo y plantea riesgos de inundación.

Es necesario que en la gestión urbana se preste especial consideración al manejo cauteloso de los recursos hídricos, para poder dotar de agua suficiente a los asentamientos humanos de la región, en particular a las grandes ciudades y a aquellos emplazados en zonas donde el agua escasea. Esto último ocurre en muchos países del Caribe, que enfrentan serios problemas para satisfacer las necesidades de agua de su población. A su vez, el tratamiento y reciclaje de residuos es una tarea prioritaria, no sólo en los grandes centros urbanos de la región, que producen cuantiosos desechos, sino tambien en asentamientos menores; así, por ejemplo, en aquellos países insulares caribeños para los cuales la actividad turística es de especial relevancia, existe el gran desafío de instalar, renovar o ampliar los sistemas para la administración y disposición de desechos sólidos y líquidos, con vistas a no dañar sus frágiles ecosistemas.

Las deficiencias de infraestructura tienen impactos negativos directos sobre la productividad de la inversión y actúan como freno al crecimiento económico. Este fenómeno es particularmente apreciable en el sector del transporte. Los servicios de ferrocarriles, aeropuertos, puertos y vialidad urbana e interurbana arrojan serios déficit que inciden en las relaciones comerciales, culturales y sociales. Asimismo, los servicios eléctricos, de telecomunicaciones o sanitarios (aguas servidas, desechos sólidos) tienen un impacto directo en la calidad de la vida urbana y el mejoramiento de los recursos humanos, pero como tampoco se distribuyen equitativamente, contribuyen a acentuar las diferencias de oportunidades entre los diversos grupos sociales. De allí que imprimir un sesgo redistributivo en estas políticas constituya un aporte sustancial en pro de la equidad.

Aliviar las carencias de infraestructura implica generar los recursos necesarios para superar ese déficit. Tradicionalmente se suponía que el sector público asumía la inversión, operación y mantenimiento de la infraestructura; así ocurrió en la región entre los años cincuenta y setenta. La acción estatal entregó obras de gran envergadura e impacto social y económico, que sirvieron de base para posteriores políticas de desarrollo [IEU , 1994]. Las infraestructuras vial, portuaria, ferroviaria, de generación eléctrica y riego contribuyeron a mejorar la productividad de la industria y la agricultura, con los consiguientes beneficios para el empleo y el ingreso.

Sin embargo, ya desde la década de 1970, el esquema del Estado empresario reveló limitaciones para proveer y mantener las obras, así como para producir y distribuir los servicios. Estas limitaciones se referían más que nada a la gestión de la infraestructura, pues el Estado asumió enteramente el costo de mantenimiento y aun subsidió el consumo. Como no se previeron los costos de operación y mantenimiento, las obras acabaron en condiciones de obsolescencia y deterioro. A la vez, el crecimiento de la población urbana generó una gran demanda de servicios que, para el Estado empresario, resultaba cada vez más difícil de atender.

El panorama deficitario que se apreciaba en la década de 1970 tuvo efectos negativos sobre la productividad de la economía y la calidad de vida en las ciudades. Muchos servicios urbanos colapsaron debido a su obsolescencia y a la multitud de mecanismos ilegales que desarrollaron los habitantes privados de acceso. Las redes de electricidad, agua y teléfonos, por ejemplo, se han visto a menudo sobrecargadas por los «colgados», «pinchados» u otras denominaciones que identifican a quienes tienen acceso irregular al servicio [Gligo , 1995].

El esquema del Estado proveedor de infraestructura también entró en crisis por los requisitos de equilibrio macroeconómico que se impusieron los gobiernos de la región en los años ochenta y que los llevaron a adoptar políticas fiscales más austeras. En consecuencia, la inversión en infraestructura sufrió notables reducciones en la década de 1980 debido a que, al retirarse el sector público, el sector privado no lo reemplazó en forma clara e inmediata.

El enfoque de los años noventa con respecto a la creación de infraestructura se ha desplazado desde la visión de ésta como mera creación de capital físico a otra que la concibe como la prestación de un servicio (Banco Mundial, 1991; La era urbana, 1994). Desde este punto de vista, el criterio básico para evaluar la calidad de una obra es la satisfacción de los usuarios con la calidad del servicio. Se supone que el usuario estará dispuesto a pagar por la creación o mantenimiento de una obra que mejore su calidad de vida.
Este cambio de enfoque tiene al menos dos consecuencias importantes. La primera es que plantea el tema de las tarifas como la contraparte de los costos vinculados a la prestación de un servicio. En esta forma, el pago de los usuarios contribuye a mantener el flujo de servicios en un estándar de calidad adecuado, ampliar o mejorar obras y contratar personal idóneo. La segunda consecuencia es que, como los servicios recuperan sus costos y son rentables, facilitan la entrada de recursos privados a la producción y gestión de infraestructura.

Las experiencias actuales de trasladar aspectos de la gestión de infraestructura del sector público al privado han adoptado tres modalidades principales: contrato de servicios, privatización y concesiones [IEU , 1994]. En el régimen de contrato de servicios, como ocurre típicamente con la recolección domiciliaria de residuos, el organismo público paga al proveedor del servicio de acuerdo con normas y estándares establecidos. La privatización es el traspaso de la propiedad y la gestión al sector privado. El régimen de concesiones combina la propiedad estatal con la operación privada en proyectos socialmente rentables, donde los operadores reciben pago de los usuarios.

Aunque el cobro de tarifas puede considerarse una carga para los sectores más pobres, cabe recordar que los sectores desprovistos de servicios urbanos gastan ingentes sumas para compensar esta deficiencia. Si bien la carencia de servicios genera regresividad asociada a la operación de mercados desregulados, los subsidios o las tarifas tan bajas que no permiten recuperar costos también son regresivas ya que limitan la cobertura. La adecuada tarificación de los servicios puede tener costos políticos iniciales; sin embargo, si redundan en el pronto mejoramiento de la calidad del servicio, la ampliación de la cobertura y la satisfacción del usuario, tales costos tienden a diluirse en el tiempo [Heisecke , 1994].

La búsqueda de rentabilidad en la prestación de servicios a través de la participación del sector privado también puede generar distorsiones. En tal sentido, por ejemplo, antes de privatizar servicios caracterizados por situaciones de monopolio natural, deben fortalecerse los esquemas de regulación para garantizar la calidad del servicio, el nivel de cobertura, las metas de inversión, la competencia en el sector y la capacidad del regulador para supervisar efectivamente la estructura tarifaria y de costos.

Para reponer o ampliar la infraestructura de las ciudades latinoamericanas, además de allegar nuevos recursos, se requiere de sistemas de gestión eficientes, con un encuadre institucional idóneo. En este marco resulta importante el fortalecimiento técnico y financiero de los gobiernos locales y la implementación de servicios descentralizados públicos o privados, adecuados a las particularidades regionales y urbanas.

Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)

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